sábado, 17 de noviembre de 2012

Las pesadillas y tu recuerdo

“Aún me da risa acordarme de que me decías que cuando tuviera novio me amarrarías de la pata de la cama”. Me querías solo para tí.

Yo tengo pesadillas, lo has sabido siempre. Y hay una recurrente, un hombre me persigue, va detrás de mí con sus piernas largas y aparentemente rápidas por el ejercicio y yo, tan chiquita, tan lenta y torpe, trato de dar saltos por todas las piedras del camino para salvarme, salvarme de esa arma que me respira en el cuello y que insiste en que va por mí. A veces lo miro pero no reconozco su cara, cada vez es diferente, cada noche es distinta. Bueno, cada noche que lo sueño.

Una vez te vi, te llevaba de la mano y yo quería salvarte, pero no podía. Tú, débil y yo intentando que corrieras y no podías, pero entonces te tiré por un balcón esperando que sobrevivieras. Nunca supe si lo hiciste.

A mí nunca me matan, pero cuando me despierto siento como si lo hubieran hecho. Y es que lo hicieron, porque cuando regresan esos episodios de pesadillas, que me azotan por temporadas, recuerdo que cuando tenía 10 años, justo cuando tú aún conservabas la luz de tus ojos y la vitalidad de tu cuerpo, yo iba hasta tu cama y te pedía un campito. Con eso intentaba que me dieras una explicación a lo que mi cabeza decía por las noches, pero tú no necesitabas hablar. Yo sentía esas manos, del mismo tamaño de las mías, tapándome del frío y diciéndome que me durmiera.

Nunca he podido compartir cobija, contigo sí era capaz. Los dos nos acostábamos para el mismo lado y nos poníamos la mano derecha en el ombligo, metiéndola por dentro del pantalón.

Entonces con tan solo sentir tu olor y saber que te tenía a mi lado podía olvidarme del hombre que me perseguía para matarme.

Muchos años tuve ese sueño. Cada vez era un capítulo, en un ambiente diferente, en una estenografía distinta. El sentimiento era el mismo.
Pero entonces llegan noches como esta, en la que me despierto ansiosa y preocupada, con el corazón estallado y un par de lágrimas. El victimario ha vuelto, de nuevo me persigue. Se va, siempre regresa.

Me repito que todo fue un sueño, que no va a pasar, que ese hombre no existe y que todo me lo invento. Abro los ojos para percatarme de la luz del día pero todavía es de noche. Miro el reloj y apenas son las 3, o las 4 o las 5, o las 2. No importa.

Y es que yo siento que parte de la luz se me fue cuando tú te fuiste. Porque no solo se me fue un papá, el papá que todos dicen que tienen pero que yo ya no lo veo. Sé que existió, sé que existe en alguna galaxia o destino que no conozco. Creo que de mí se fue mi agua aromática para calmar los nervios por las noches, esa que me cuidaba el sueño y que ponía mi mente en blanco. Ahora cuando tengo pesadillas, me levanto ansiosa y trato de buscar esa misma paz que me dabas cuando pisando pasito entraba a la habitación y me hacía al lado de tu cama pidiendo espacio. ¡Ah! Qué bonito recuerdo, pero a la vez tan nostálgico y decadente.

Escribo de tí y te escribo a tí porque es una manera de no olvidarte. Me da miedo que llegue el día, que con los años probablemente llegará, en el que se me olvide que tenías un lunar chiquitico en el cachete izquierdo, de que tus uñas eran cuadradas, de que mi mamá te regaló la cadenita de su bautizo y que te la arrancaron una vez cuando ibas caminando con ella por el centro. Me da miedo olvidar que tú corriste detrás del ladrón y que se te salían las lágrimas mirando a mi mamá, casi pidiéndole perdón de una manera suplicante por haberse dejado atracar.

Quiero recordar que a veces, cuando estabas muy gordo, no podías amarrarte los cordones porque tu barriga crecía, entonces pedías ayuda a las mujeres de la casa y lo hacíamos con tanto amor: te arreglábamos la bota del pantalón y los zapatos negros en cuero que tanto te gustaban. O los tenis New Balance azules con blanco que llevaste durante tu enfermedad, los únicos que no te apretaban los pies. Los pies que se mantenían blancos, blancos, blancos por el talco Mexana, que era el único que te gustaba.

No quisiera olvidar que arriba de la ceja derecha tenías un montecito de piel. No te dolía pero te lo tocabas mucho tratando de adivinar qué era. Nunca lo supimos, nunca lo supiste. Era chiquito pero tú lo notabas.

No quiero despertarme un día y saber que en mi cabeza no existe el recuerdo de tus brazos sin pelitos y de tus lociones organizadas por tamaño en el baño. La Carolina Herrera era tu preferida y con ella te llenabas las manos. Primero las pasabas por tu cabeza calva y continuaban su recorrido por el cuello y el pecho, logrando untar tu ropa de ese olor que quedaba impregnado y me daba rinitis.

Me gustaría despertarme todos los días sabiendo que aún puedo ver tus pantalones caídos cuando llegabas a la casa. Mi mamá, ella tan ordenada y perfecta, te miraba cuando entrabas y se reía a carcajadas porque parecías “Cantinflas”. “Cuatropelos, subite esos pantalones”, era lo que necesitábamos escuchar para sentarnos a comer viendo las noticias de las 7:00 de la noche.

Quiero acordarme de que cuando hablabas de las humillaciones de tu niñez llorabas con sentimiento. “A mi cruel pasado porque me hizo fuerte”, fue una de las frases que escribiste en el libro que me dejaste encima del escritorio antes de que te fueras para la clínica, antes de que me dijeras: “No quiero que me lleven”.

Todos los días de mi vida, hasta cuando ya mis ojos deban cerrarse para siempre, quisiera acordarme de que el lunar rojo que tengo en la parte de atrás de mi cabeza, es igual al tuyo, que tiene la misma forma y que mis manos son gorditas y chiquiticas, del tamaño de las que yo tocaba y besaba cuando veíamos televisión.

Entonces aparecen otros recuerdos, unos no muy gratos, pero igual de válidos porque hablan de amor. Yo, con 11 años, protagonista de una obra de teatro que me escuchaste preparar por mucho tiempo, te pregunté inocentemente: “Papi, ¿cómo me viste?”. Tú me respondiste con tono enfadado, pero no conmigo, estabas bravo con la vida: “No te vi, te escuché. Ya no tengo ojos para verte”. Ni entendía bien, es que yo creía que me ibas a volver a ver algún día. No sabía lo que me esperaba, lo que te esperaba, lo que le esperaba a mamá, a la familia.

Me gustaría estar en cualquier lugar del mundo y saber que aún puedo ver en mi mente esa corbata de fondo negro y puntitos blancos que tanta dificultad nos dio conseguir para dártela un día del padre. La guardabas con recelo, solo la usabas para fechas especiales, por eso fue que decidimos ponértela en el día en que tu viaje sería largo, largo.

Esa corbata me hace falta, me hace falta verla, ni sé en manos de quién quedó, pero debe existir aún, llevando tu olor escondido.

Bueno. Tú sigues por ahí. Deambulas mucho por mi cabeza y espero que no te vayas de ella.

Mientras te preocupas entonces por seguir allí, yo me voy a preocupar por no volver a tener pesadillas y por soñar con cosas bonitas, contigo, por ejemplo, que me hiciste y me haces tan feliz con cada recuerdo que se cruza, que desaparece y vuelve.

Tu dulcinea ♥