Escribo esta entrada en contra la voluntad de un amigo, ese con el que ayer me encontré y yo, maravillada, me dejé caer en sus brazos.
Cuando los días no empiezan como uno se los imagina, todo anda mal. Pero a mí no me pasó eso. Me levanté en Bogotá después de una noche laboral. La primera sensación cuando abrí los ojos, fue un potente dolor en la garganta que me vaticinaba una gripa con tos seca que tengo en este momento.
El ruido de la calle, ocasionado por el derrumbe de unos edificios al lado del hotel, era insoportable. Si yo fuera vecino de ese barrio hace tiempo hubiera hecho algo, al menos ponerme tapones en los oídos. ¡Desastroso! Pero bueno, así y todo tuve que abrir los ojos ante las llamadas insistentes de la gente de la recepción que me avisaban que era las 6:00 a.m. Ahí pensé: "¡No puedo creer que les haya dicho que me despertaran!" Saludé con la voz ronca y les agradecí por darme esa bienvenida al viernes.
Después de dar vueltas un rato y de zambullirme en ese delicioso plumón blanco, puse mis pies en el piso, primero el tobillo y después los dedos. El frío era intachable, hecho como para que no se le encontrara ningún error, y ahí volví a maldecir.
Es que quién ha dicho que levantarse es fácil. Pero bueno, me organicé, terminé de empacar mi maleta y bajé para decirle a los del lobby que no había consumido nada del minibar y que se habían demorado una eternidad llevándome toallas.
Un sol resplandeciente era el que me hacía falta para darme cuenta de que ya mi día había comenzado. ¡Qué lindo es Bogotá! Pensé, mientras me sentaba en una linda sillita y acomodaba mi bolso en una mesa hecha en mármol justo al frente de mis brazos. Levanté la vista y estaba toda esa montaña divina y verde y con zonas oscuras por la sombras de las nubes. El cielo era de un azul clarito con pecas blancas que lo hacían realmente hermoso. Tomé una foto y seguí mi camino, me subí en el taxi y le dije adiós a ese cuadro que no quiero olvidar (porque hay cosas que uno sí quiere olvidar, esto no).
Llegué al aeropuerto después de saltarnos los huecos de la capital y de decirle adiós a la ciudad en la que tuve mis primeras clases reales de periodismo hace un par de años. Hice todo ese proceso axhausto y maluco de registro para poder tener una ventanilla en el avión y conversé con algunos que me saludaron por facebook. Temas iban y venían, hasta me entretuve mirando cómo despegaban los aviones y a algunas personas corriendo porque iban a perder su tiquete.
Llegó la hora de irme y con mi maleta de rueditas, la más encartadora de la vida, me fui a hacer una fila que parecía eterna. Ahí recibí una llamada. La voz de un amigo, de esos que uno adora con el alma, pero casi no ve, sonaba al otro día del teléfono: "Laury, mi vida, te estás montando en un avión en este momento. ¿Por qué no me habías contado que viajarías? Yo soy el piloto, nos tocó juntos. Voltea la cabeza a la izquierda y mira hacia arriba, hacia la cabina". Lo hice sosteniendo con la mano izquierda mi celular y vi una manito moviéndose. Colgué con el corazón a mil y puse cara de seriedad, esperando que no se notara mucho la alegría que sentía.
¿La fila es que no avanza? Pensé. Tenía una ansiedad inmensa por llegar y abrazarlo. Pero no, la gente parecía no caminar. Me provocaba salir corriendo y ver de cerca a ese amigo de tantos años, que hablamos de vez en cuando por teléfono pero que está tan cerca de mi corazón. Subí torpe y rápidamente las escalitas que le dan la bienvenida a la puerta del avión y allí estaba él, perfectamente organizado, y con los brazos estirados.
Me lancé hacia él y lo besé en la mejilla. Eso fue antes de que viera que su mano izquierda me invitaba a pasar a la cabina. Yo miré a la azafata como pidiéndole permiso y ella asintió tímidamente. Di tres pasos y mi amigo cerró la puerta, me presentó al capitán para luego decirme: "no puedes escribir nada de esto". Yo le prometí que no lo haría, pero crucé los dedos. (Lo siento).
Me bajó una sillita que estaba pegada a la pared y antes de sentarme le dije a quien estaba esperando mi respuesta en facebook: "no lo voy a creer, me voy a ir en la cabina de un avión". Apagué mi celular y miré ese espacio que estaba repleto de botones de todos los tamaños, colores y formas. Mi amigo me tendió su mano y me dio un beso en la mía. Yo lo miraba con ternura y ansiosa porque mi historia empezara.
"Laury, cuando vamos subiendo solo hablamos cosas operativas, nada de conversaciones diferentes, ¿bueno?". Yo asentí con la cabeza y el avión empezó a moverse. Capitán y copiloto se hablaban en clave, en inglés y español. Cogían libros gruesos de las paredes de la cabina y hacían un chequeo de todo, yo evidentemente no entendía nada, pero sí miraba con una locura excesiva lo que estaba pasando. Era impresionante que delante de nosotros no hubiera nada. Todo es tan diferente...
3, 2, 1. Nos elevamos y me dio vértigo. Sí. El papá de una amiga dice que esa sensación es solo para las personas que nunca han montado en avión y que son montañeros. Y a pesar de que me la paso viajando, yo sentí que el corazón se me iba a salir porque ya las nubes rodeaban todas las ventanas y qué diablos sabría yo de manejar un avión si a estos dos les pasaba algo. Pero mi amigo me miró, me tocó el muslo y me dijo: "Aquí vamos".
Subía, subía, subía y yo no lo podía creer. Tantas veces él me había dicho que quería compartir conmigo algo de su trabajo y hoy podía hacerlo, pero me impresionó sentir un vacío y ver a los dos hombres que tenía a ambos lados moviendo botones, y yo...sin entender. Pero feliz.
En un momento me antojé de hundir algo, cualquier cosa. No sé, mis amigos me molestan porque dicen que soy inquieta y sí que es verdad. Cuando estoy en un banco y hay una calculadora cerca, muevo lo que pueda, digito mi teléfono y lo resto con el de mi oficina. Si me monto a un ascensor me tengo que contener las ganas de mover el botón de emergencia. Cosas así me pasan siempre, pero esta vez era diferente porque los deseos que tenía eran los de apretar un cuadrito que decía "Reset". ¡Qué peligro! Mejor me concentré en el frío que salía de los ventiladores que daban justo en la corona de mi cabeza. Ahí pensé: "¿Por qué no traje chaqueta como me dijo mi mamá?
Ya estando a muchos pies de altura, el compañero me dijo: "¿Qué te ha parecido?". Yo saqué las palabras como si no hubiera podido hablar en una enternidad: "¡Demasiado chévere!". Esa fue la luz verde para empezar a preguntar, una tra otra, una otras otra y cuando menos pensé, nos metimos en un blanco humo espeso que nos hizo mover mucho. "No te preocupes, muchas veces es mejor pilotear cuando hay clima húmedo porque las nubes son menos consistentes". Con eso, el compañero de mi amigo, logró calmarme. Ambos me miraron y se sonrieron con complicidad. Yo me relajé y empezamos a descender. "¿Duró tan poquito?", pensaba yo como si me estuviera bajando de una montaña rusa.
A lo lejos se veía la carretera y yo creía que nos íbamos a ir de cabeza hacia el pavimento, pero decidí confiar. Alguien me dijo una vez que las veces en las que más ansiosa me ve es cuando no tengo el control de las situaciones. Tal vez es cierto. No, es cierto. Entonces decidí llevarle la contraria a ese alguien y respiré profundo. Sentía que esa calle era como un tiro en blanco. Las llantas debían caer en un punto exacto y el piloto sabía que debía atinar. ¡Lo hizo! Y yo recuperé el aire.
"Capitán -dije-, ¿es más fácil pilotear un avión o manejar un carro?". Él lo pensó dos segundos y replicó: "Es mucho más difícil manejar un carro". Solo hasta ese momento me sentí segura, al final del vuelo.
Mi amigo me dijo: "debes ser la última en salir del avión". Yo me sentía llevando a cabo una misión secreta de la que nadie se podía dar cuenta (sobre todo con este escrito). Me fui de la cabina dando pasitos tímidos, no sin antes abrazarlo a él, el personaje que me sacó de un viernes cualquiera y me abrió los ojos a una realidad en las nubes. Creo que los regalos materiales quedaron de lado y este ha sido el más maravilloso de todos.
Para tí, amigo querido, espero no meterte en problemas.
¡Gracias! Este fue el mejor regalo.
Una historia más para contar.
Laura