domingo, 22 de abril de 2012

Carta a mi abuela..."...Los pajaritos del árbol de guayabas solo cantan cuando estás tú"

¿Te acuerdas cuando ibas a mi casa, te sentabas en una mesita roja, bajita, y cosías? Yo me hacía al otro lado para verte. Detallé, en ese momento, cada parte de tus manos, desde la terminación puntuda de tus uñas hasta esa piel reseca por los años, esos que te enseñaron a tejer tan perfectamente y que me enseñaron a mí a manejar una máquina Singer para cogerle el ruedo a mis uniformes y hacer los pocos vestidos que tenía para mi muñeca preferida, una que me dio mi papá y que ya no conservo.

Recuerdo tus movimientos. Tomabas un cepillo grueso y peinabas mis crespos. Me hacías trenzas, colitas y eso parecía ser tu mejor diversión. Yo pensaba: "mi abuela me está halando el pelo", pero seguía ahí, estática y ansiosa por ver el resultado.

Siete días tiene la semana y cinco iba a tu casa. Allá me esperaban mis tíos, el abuelo y tú, que me servías tortica con leche por la tarde y sopa por la noche. Conversábamos en la sala a las 4:00 p.m., te servías un tinto y me contabas las historias de tu niñez, que eran tan largas como dolorosas, pero que te hacen ser quien eres hoy, una luchadora incansable por obtener lo que más quieres...vivir.

Entré al colegio y aplaudías mis actos. Ayudabas a mi mamá a hacer los disfraces para las obras de teatro y me recomendabas canciones para aprender en el piano. Un par de veces me regañabas porque era terca (y lo sigo siendo y me sigues regañando). "Yo te decía que no lo hicieras y lo hacías con más ganas, a mí me daba tanta rabia que causaras estragos, que te pelaba para que tuvieras tu merecido", me has dicho entre risas.

Algunas amigas iban a visitarte y yo me sentaba a tu lado para escucharte hablar, para ver tu comportamiento y tu facilidad para contar historias. Me reía con tus chistes, con tus cuentos de cuando mis tíos eran chicos. Observaba hasta el más mínimo detalle. Cogías tu taza con el índice de la mano derecha, con él abrazabas la oreja del pocillo y tomabas pequeños sorbos. Con la punta de tu lengua saboreabas tus labios y hacías una mueca indicando que te habías quemado. A eso lo acompañaba una carcajada y una buena conversación que duraba hasta que escuchaba un silbido en la puerta. Yo corría y me lanzaba en los brazos de mi papá que te saludaba cortésmente: "buenas noches doña Ángela". Le respondías con una sonrisa, mi mamá bajaba las escalas y nos despedíamos de tí para volver al otro día, que era parecido al anterior, sobre todo en lo divertido.

Entré a bachillerato, mi uniforme no me servía y te preocupabas por tomarme las medidas para arreglarlo, pero antes te esmerabas por enseñarme a usar la máquina de coser, hasta el punto en que llegué a arreglarlo yo misma. Con la esperanza de que me fuera de monja, me inculcaste amor a Dios, rezábamos el rosario y me contabas parte de la Biblia. Las tardes seguían siendo las mismas hasta que mi papá enfermó y ya eran pocas las veces en que nos veíamos. Mi mamá y yo en la casa teníamos a un hombre cayendo y tú, en la tuya, a otro muy mal. Apá, mi abuelo, requería apoyo. Mi papá también. Así que nuestras casas eran cada vez más lejanas y yo te extrañaba, mi mamá también lo hacía, pero desde ese momento también nos hacía falta mi papá, así no se hubiera ido todavía.

Todo fue hasta el día en que Apá partió sin permiso y que mi papá también lo hizo. No tenían nuestras autorizaciones y se fueron muy rebeldemente. Aquí quedamos nosotras para apoyarnos.

Entonces nos vimos frecuentemente y yo sumé más años a mi tarjeta de identidad. Tu carácter y el mío, parecidos y diferentes en experiencia, pero parecidos al fin y al cabo, chocaron muchas veces. Las palabras fueron ausentes por algunos meses, pero siempre regresaba y tú estabas ahí, con un café caliente y una de las historias, que ahora eran alrededor de los pajaritos del árbol de guayabas que decora tu casa. Entonces me embelesaba contigo, con ese olor, era un perfume de flores que se me pegaba a la ropa y que llenaba la casa así estuvieras sola con el tío Mono.

Entré a la universidad y la rebeldía me acompañaba. Tenía necesidad de independencia, me alejé, pero siempre me preguntaba, en medio de donde estuviera, qué sería de tí. Así que me aparecía de vez en cuando, saludaba y me iba a las dos horas con un cargo de conciencia importante que fue creciendo con los meses y que me hizo regresar con la misma constancia de antes. Y ahí eran otros temas de los que me hablabas. La moda primaba y me enseñabas a combinar cosas que nunca pensé que fueran correctas. Cogías unas tijeras y hacías cortes en telas. Me decías que las tocara, pues "en la textura estaba su originalidad". Yo no sabía para qué me serviría eso, pero lo hacía solo porque me lo pedías. ¡Y hoy cuánto te lo agradezco!

Mi primer novio fue determinante para saber cuánto me querías. Para tí nadie es suficiente. Él hubiera podido ser el príncipe Guillermo y ni siquiera te hubiera servido, porque tú tienes tus propios requerimientos para que un hombre esté conmigo. Debe pasar por tus ojos reparadores y tus preguntas que hacen referencia a sus apellidos, su historia familiar y su experiencia en todas las facetas de la vida. Mi relación no siguió pero luego llegaron otras personas, que al igual que la primera, te escucharon sin afán. Hoy en día, en medio de mi soltería, le agradezco a Dios por esa cantidad de cuestionamientos, porque me ayudaron a conocer a cada uno de mis exnovios en situaciones estresantes y de tensión psicológica...ninguno pasó la prueba.

Me gradué de la universidad, me diste un beso en la mejilla y abrazaste a mi mamá: "mija, este es su premio, usted se lo merece". Ella dejó ver una pequeña gota en su lagrimal y pasó su mano con el ojo muy casualmente, como si nada pasara.

Pero tu alegría más grande fue cuando entré a El Colombiano. No podías creer que tu nieta, la primera que se graduaba de profesional, hubiera conseguido, sin ningún tipo de rosca, ingresar al periódico que creció contigo y que servía de tapete para cuando llorabas con la historieta de El fantasma, con la que aprendiste a leer y que hoy me cuentas con risas escandalosas.

Y aquí sigo yo, trabajando. Espero a que todos los días llegue el periódico a tu puerta para que me leas y te sientas orgullosa, al final de cuentas es una de las cosas que me impulsan a seguir estudiando. En cada letra que escribo estás tú, hasta cierta parte, con tus conocimientos de moda, de estilismo y gusto, con la narrativa que me enseñaste a tener desde pequeña cuando me sentaba con tus amigas a 'tomar el algo'.

Así que hoy, sabiendo que yo llevo parte de lo que tú eres, te digo que no te doy permiso de seguir enferma, que te tienes que aliviar porque mi mamá y yo te queremos sacar a pasear. Deseamos llevarte a un estaderito de carretera que huela a leña, como te gusta, para que te tomes un cafecito caliente con almojábana y sientas la frescura del campo.

Yo te obligo a que salgas de esa cama de clínica y me cantes desafinadamente el himno nacional imitando a Shakira y bailes moviendo la nalga lo que escuches en la radio.

Nadie, ni mis tíos, ni yo, te hemos dado permiso para que te duela el corazón. ¡Así que te pido que salgas de eso!. Porque si tengo todas estas historias por contar a mis 23 años, ¿te imaginas todas las que quedan por vivir juntas?

Siempre has hecho lo que has querido, pero ya no te dejamos, hoy haz lo que te pedimos tus hijos, porque por eso te digo Amá, (como todos mis tíos). Yo no me considero tu nieta, sino tu pequeñita, la menor de todas.

Necesito verte bien y con los cachetes colorados, quiero oler tu perfume preferido y que regreses a la casa, porque los pajaritos del árbol de guayabas solo cantan cuando estás tú...

Laura

 A Sarita, a Juli y a mí nos encanta pasar contigo las tardes del fin de semana...completas.


Las galletas más ricas que nos comimos fueron las de esa tarde del 24 de diciembre del año pasado.